Introducción
Durante décadas, el endeudamiento público ha sido utilizado por los Estados como una herramienta legítima de financiamiento para el desarrollo. Sin embargo, en contextos de baja recaudación fiscal, corrupción estructural, capturas institucionales y dependencia financiera externa, esa deuda deja de ser una palanca de crecimiento para convertirse en un instrumento de subordinación. Este fenómeno es particularmente visible en Honduras, donde el servicio de la deuda ha alcanzado proporciones tan elevadas que el Estado ha sido despojado de su capacidad real de gobernar.
Hoy, el gobierno hondureño actúa condicionado por los calendarios de pago, las exigencias de sostenibilidad fiscal y las condicionalidades de organismos internacionales. Las políticas sociales, económicas y de inversión quedan relegadas frente al imperativo financiero de pagar. En otras palabras, el Estado hondureño ya no gobierna: administra deudas. Este artículo propone una lectura política de la deuda pública, analizando cómo ha sustituido el poder del Estado, debilitado la democracia, y frenado la capacidad de decisión soberana.
Tesis
El servicio de la deuda en Honduras actúa como un mecanismo estructural de control externo que no solo consume recursos financieros, sino que neutraliza el poder de decisión del Estado, impone prioridades ajenas al interés nacional, y convierte al gobierno en un ejecutor subordinado del mandato de los acreedores. No se trata solo de economía: se trata de poder.
I. El peso asfixiante de la deuda: un presupuesto al servicio del capital financiero
La deuda pública de Honduras no solo es cuantitativamente alarmante: es políticamente determinante. En 2025, la deuda total supera los USD 20,000 millones, representando más del 56% del PIB. El dato más grave no es ese, sino que más del 30% del presupuesto nacional está comprometido exclusivamente al pago del servicio de esa deuda (intereses y amortizaciones), mientras que el gasto combinado en salud, educación, seguridad alimentaria, protección social e infraestructura no supera el 29%.
Esta desproporción revela que el presupuesto nacional, que debería ser la herramienta más importante de política pública, ha sido capturado por los compromisos financieros del pasado. Esto significa que el Estado no puede planificar libremente, sino que debe estructurar sus prioridades según lo que ya está comprometido. La lógica política se invierte: se gobierna para pagar.
Además, más del 64% de esta deuda es externa y está dolarizada. Esto expone al país a múltiples riesgos:
- Tipo de cambio: una devaluación del lempira implica un aumento automático del monto a pagar.
- Tasas variables: algunos tramos de deuda externa están sujetos a condiciones internacionales, lo cual implica que Honduras no controla el costo de su endeudamiento.
- Condiciones de renovación: las nuevas emisiones de bonos se colocan con tasas elevadas debido a la percepción de riesgo país, aumentando el costo del refinanciamiento.
La deuda ha pasado de ser una herramienta de política económica a ser el centro mismo de la política económica, desplazando cualquier intento de estrategia de desarrollo nacional.
II. ¿Quién gobierna? El poder desplazado hacia los acreedores
En teoría, Honduras es una república presidencialista con soberanía sobre su presupuesto. En la práctica, el poder real está en los informes técnicos del FMI, en los calendarios de pago del BID y en las condiciones que el Banco Mundial impone para la renovación de préstamos o la obtención de nuevos créditos.
Esto significa que el Estado hondureño no puede aumentar el gasto en educación sin revisar si impacta el déficit fiscal, no puede contratar más personal de salud sin evaluar su masa salarial, y no puede ampliar el gasto social si eso genera un desequilibrio en la meta fiscal pactada con los organismos multilaterales.
Estas condicionalidades se presentan como técnicas, pero son profundamente políticas. Decidir no alimentar a niños en escuelas porque se debe cumplir con una meta de superávit primario no es una decisión técnica: es una definición del modelo de sociedad.
En este contexto, el Congreso Nacional y el Poder Ejecutivo se convierten en operadores técnicos del cumplimiento financiero, sin margen real para diseñar una política pública propia. Esto no solo neutraliza al Estado como actor político, sino que convierte a los acreedores en actores gubernamentales de facto, que definen el destino de millones de personas sin ningún tipo de rendición democrática.
III. De Estado gobernante a Estado pagador: la transformación silenciosa del poder público
Históricamente, se espera que un Estado gobierne: que defina un rumbo económico, trace políticas de largo plazo, planifique el desarrollo, garantice derechos, administre riesgos y distribuya oportunidades. En Honduras, esas funciones están cada vez más debilitadas, porque el Estado ha sido obligado a dejar de gobernar para limitarse a pagar.
Las instituciones clave del desarrollo —los ministerios de salud, educación, infraestructura, agricultura, ciencia y tecnología— han sido desfinanciadas o subordinadas al Ministerio de Finanzas, que ya no gestiona el crecimiento, sino la supervivencia presupuestaria. El gabinete económico se ha reducido a un comité de gestión de deuda, donde las prioridades nacionales están subordinadas a la línea de pago mensual.
Esto tiene múltiples consecuencias:
- No hay inversión productiva sostenida. La inversión pública como porcentaje del PIB ha caído drásticamente, afectando infraestructura vial, escolar y hospitalaria.
- El empleo estatal se precariza. Se congelan plazas, se reduce contratación y se generaliza el subempleo informal.
- Se eliminan o recortan programas sociales. Las transferencias condicionadas, bonos agrícolas, y subsidios esenciales pierden fuerza.
- Se abandona la planificación. El Estado actúa de manera reactiva y no proactiva, administrando escasez.
En otras palabras, el Estado ha sido transformado en una entidad ejecutora de decisiones que no toma, con una sola prioridad: cumplir con sus compromisos financieros.
IV. Erosión de la democracia: cuando el Estado ya no representa a la ciudadanía
Un gobierno que no decide ya no representa. La democracia, para ser efectiva, requiere que el Estado pueda responder a las necesidades sociales con políticas públicas reales. Pero cuando el gasto está capturado por la deuda, la política pública queda reducida a gestos simbólicos, y la ciudadanía deja de ver resultados tangibles.
Esto tiene efectos corrosivos:
- Desconfianza en las instituciones. Si el Estado no puede garantizar servicios básicos, pierde legitimidad.
- Desmovilización ciudadana. La gente deja de votar, de participar y de exigir, porque siente que nada cambiará.
- Aumento del autoritarismo. Frente al vacío de poder real, surgen discursos de mano dura, populismo punitivo y concentración de poder.
- Reproducción de la desigualdad. Los sectores que pueden protegerse —el capital financiero, las élites empresariales— continúan ganando, mientras las mayorías son excluidas del presupuesto.
La deuda, entonces, no solo condiciona la economía: reconfigura el sistema político, destruye la representación democrática y desarma el pacto social.
V. ¿Cómo recuperar el poder de gobernar?
Romper esta lógica no es fácil, pero es imprescindible. No basta con pagar mejor, se requiere redefinir el rol del Estado frente al capital financiero. Algunas rutas imprescindibles son:
- Reforma fiscal estructural: aumentar la progresividad del sistema tributario para financiar derechos, no solo deuda.
- Auditoría ciudadana de la deuda: verificar qué porciones de la deuda son legítimas, útiles o impagables.
- Renegociación soberana: establecer nuevas condiciones con multilaterales bajo criterios de justicia social.
- Blindaje constitucional del gasto social: declarar intocable el financiamiento de salud, educación y programas esenciales.
- Plan nacional de desarrollo soberano: recuperar la capacidad de planificar el futuro con metas propias y presupuesto propio.
El objetivo no es incumplir la deuda, sino colocar la deuda al servicio del país, y no al país al servicio de la deuda.
Conclusion
Honduras vive un momento crítico. El Estado está en funciones, pero no gobierna. El presupuesto existe, pero no lo define el Congreso. La economía opera, pero su prioridad no es el bienestar, sino el cumplimiento financiero. Esta situación no es una tragedia natural ni una necesidad técnica: es el resultado de un modelo de subordinación institucional al poder financiero, que convierte al Estado en un operador de pagos en lugar de un garante de derechos.
Es urgente recuperar el control sobre el presupuesto, resignificar el ejercicio del poder público, y recordar que gobernar no es obedecer a los acreedores: es decidir en nombre de la mayoría. Cuando pagar es más importante que gobernar, se impone una dictadura invisible. Y para desmontarla, hace falta voluntad, estrategia y valor político.